Incolonizables: la insurrección de las vidas erróneas

Publicado por primera vez en Medium.

Por Constanza Pérez

De izquierda a derecha: Luz Velandia, mujer usuaria de silla de ruedas con distrofia muscular; Constanza Pérez, mujer con discapacidad sistémica; Jazmín Rueda, mujer con discapacidad visual, y Catalina León, mujer sobreviviente de accidente cerebrovascular.
De izquierda a derecha: Luz Velandia, mujer usuaria de silla de ruedas con distrofia muscular; Constanza Pérez, mujer con discapacidad sistémica; Jazmín Rueda, mujer con discapacidad visual, y Catalina León, mujer sobreviviente de accidente cerebrovascular.

Soy una mente mal educada habitando un cuerpo no normativo, objeto de instrumentalización médica, definida como “mercancía dañada”. O como a mí me gusta decir: chueca, mujer, cisgénero, feminista, educadora en Colombia, que trabaja en el campo de la inclusión y la defensa de los derechos humanos de las personas con discapacidad.

Vengo del lugar donde las personas con discapacidad son queridas, pero no deseables. Me encuentro en uno de los lugares que nadie desea, pero sí se compadece. El dolor crónico. Observo a diario la forma indolente en que derechos tan elementales como nuestra privacidad son transgredidos en entornos incapacitantes y lastimeros que se han agudizado ahora con la crisis mundial por la pandemia de COVID-19, ocasionándonos un retroceso en términos de movilidad y autonomía.

Francamente, me estremece pensar en las mujeres en zonas rurales, anuladas física o emocionalmente, que están dedicadas al cuidado de sus opresores, las que duermen en el cuarto de atrás de su casa donde reposan los objetos que no sirven, las infantilizadas, cuya vergüenza de existir tatuada en sus cuerpos y mentes no les permite reconocerse como sujetas de derechos, abrazando la idea de la resignación.

Es por esto que busco plasmar nuestro sentipensar en clave de un “nada sobre nosotros sin nosotros”, y me niego a seguir pensando que el perímetro de acción de las mujeres con discapacidad es la cocina, o el cuidado de los niños ajenos, las citas médicas, las iglesias, o las actividades de ocio, mientras otras voces –muchas con privilegios de cuerpo y clase– hablan en nuestra representación ahí afuera. En ese orden de ideas, me permitiré mencionar algunas formas en que hemos sido agraviados histórica y actualmente.

La sociedad capacitista y adultocentrista nos ubica como protagonistas de un porno inspiracional misérico que promulga la resiliencia y la alegría como virtud inherente a la persona con discapacidad, bajo un constante “mírame, si yo puedo, cualquiera puede”. Por mucho tiempo hemos permitido que nuestras historias de vida sean exhibidas para que la gente ‘convencional’ logre compararse con nosotros y se sienta mejor consigo misma.

Hoy en nombre de las existencias errabundas y dolientes, les invito a ir más allá de un testimonio motivacional, asumiendo que también habitamos la vulnerabilidad, la melancolía, la desesperanza, el sufrimiento, la ira, el rechazo, la frustración, la impotencia de no pertenecer, y el cansancio por la vida misma. Somos cuerpos a los que la resistencia muchas veces se nos va recuperándonos, recolectando energía para vivir un día a la vez, si es que la ansiedad y depresión se van un rato a pasear y nos permitan vivir la tranquilidad.

La figura de familia biológica, representada férreamente por la iglesia como el conjunto ideal padre-madre-hijos, supuesta cuna de sujetos funcionales aptos para la vida independiente, productiva y proactiva nos genera sentimientos de inadecuación, puesto que, en la cotidianidad pululan progenitores que bien pueden ser figuras ausentes, o por lo contrario se convierten en sobreprotectores que no supieron cuidar o amar (se), cuyo trato condescendiente desde nuestras infancias nos ha llevado al autoodio y al perfeccionismo. Entonces, en función de la aparente familia ideal, aprendimos a exigirle a nuestro cuerpo-mente a no mostrar fragilidad para no ser una carga, nos hacemos acreedores de una deuda de aprobación imposible de pagar: Un auto-estigma lleno de miedo anticipado a la devaluación.

Estoy segura de que si construimos nuestra identidad individual y colectiva a partir del cuidado, la ternura radical, el amor propio y la interdependencia, podremos transgredir el lenguaje capacitista, y negarnos a competir desde la comparación con otras corporalidades, rescatando, en su lugar, la importancia de las redes de afecto y dando lugar a la apertura con el otro.

Fotografía del torso de una persona en silla de ruedas que está planchando una camiseta. Lleva puesta una camisa violeta y las uñas pintadas de distintos colores. Crédito: Canva
Fotografía del torso de una persona en silla de ruedas que está planchando una camiseta. Lleva puesta una camisa violeta y las uñas pintadas de distintos colores. Crédito: Canva

Nuestro autoconcepto es vulnerado cuando se determina por caprichos colectivos que nos categorizan a conveniencia: bien podemos pasar de ser angelicales, tiernos e inofensivos a ser agresivos resentidos, asexuados o hipersexuados, niños o adultos según corresponda; por mencionar un ejemplo: mujeres con discapacidad que trabajan formalmente son violentadas por sus padres invasores de su espacio, su privacidad, su tiempo, monitoreando sus relaciones interpersonales, sus preferencias, porque son niñas eternas. Curiosamente, estas niñas son las mismas que se encargan de cuidar el hijo de la familiar que sí se superó –procreando –, estas niñas son las que aportan dinero en casa y la mantienen en orden. Entonces, la niña desempeña labores de una mujer adulta…

Por su parte, el sistema colapsado de salud que tenemos no se queda atrás en vulnerar nuestra dignidad, optando por abordar nuestros desajustes emocionales con medidas de medicalización o institucionalización deshumanizante, en algunos centros de salud, para acceder a una consulta nos exigen estar acompañados de un ‘acudiente’ para que hable por nosotros, lo cual nos cohíbe al expresar nuestro malestar. También, en los servicios de salud mental, los profesionales suelen revictimizarnos con moralismos de tipo “Perdónale. Nadie le enseñó a ser madre o padre”, dejando el maltrato que nos han infringido en la impunidad, ya que aún no hay leyes suficientes que castiguen el maltrato psicológico y tampoco hay educación emocional que nos ayude a identificar dichas prácticas de abuso.

A pesar de este panorama, reconozco que gracias al esfuerzo de miles de activistas a nivel mundial, hemos avanzado. En algunas instituciones ya representamos la cuota de diversidad, lo grotesco, lo inferior, lo raro, o en el mejor de los casos: lo exótico. Aún así, lo cierto es que estamos diseñados para incomodar a un mundo observador y hostil; y estoy segura de que si construimos nuestra identidad individual y colectiva a partir del cuidado, la ternura radical, el amor propio y la interdependencia, podremos transgredir el lenguaje capacitista, y negarnos a competir desde la comparación con otras corporalidades, rescatando, en su lugar, la importancia de las redes de afecto y dando lugar a la apertura con el otro.

Desde mi rol como mujer disidente, apuesto a un empoderamiento mutuo que nos permita ir del auto-estigma a la auto-estima genuina. Sueño con habitar espacios contracapacitistas donde las voces que se pronuncien sean las nuestras, donde la disidencia no sea tragedia y podamos sentir el respaldo de ese pariente (no necesariamente consanguíneo), cuya complicidad respetuosa logre reparar en cierto modo la deuda histórica que la sociedad tiene con los cuerpos enfermos, dolientes, impredecibles y sensibles. Si logramos reescribir otras simbologías que no nos definan en criterios de productividad o cuerdismo, podremos entender que seguir existiendo es un acto político, y que nuestro cuerpo debe ser territorio incolonizable.

Sobre la autora:

Constanza Pérez es educadora, investigadora feminista, activista defensora de los derechos humanos de las de mujeres con discapacidad. Es integrante de Asociación El ARKA, Tejidos Disidentes. y del grupo permanente de estudios críticos e interdisciplinarios en discapacidad de América Latina UACM, y maestrante en Desarrollo Educativo y Social del Centro Internacional CINDE — Colombia.

Constanza es, además, la realizadora del video-podcast #RelatosChuecos en el que visibiliza la diversidad humana por medio del diálogo con activistas, docentes y actorxs sociales.